EL BAÑADO LA ESTRELLA, LA JOYA DE FORMOSA
Un viaje a lo profundo del pantanal de 400.000 hectáreas, en un camino jalonado por aldeas pilagás
Una navegación en canoa por la poética fantasmal de los champales, esos árboles muertos de pie en el agua y colonizados por trepadoras, entre cigüeñas jabirú, yacarés y boas curiyú.
A la vera de la RP 28 rumbo a Las Lomitas, aparecen aldeas originarias pilagá con escuela y centro de salud, donde se habla en lengua materna y se vive en casas nuevas de material con radar de DirecTV y la antigua choza de adobe al fondo: no la quieren perder. Por pedido de ellos, las casas tienen baño afuera -como ha sido siempre- y en algunas han quitado la puerta: así se sienten más cómodos, en contacto con el entorno. A metros de la banquina, jóvenes pilagá se sientan en el pasto con su netbook y celulares: en el bosque que habitan, los árboles disminuyen la señal de internet.
Al avanzar hacia el Oeste de la provincia, el ambiente se vuelve más árido sin llegar a ser desierto. Y cada tanto, esos árboles solitarios y duros de donde hay poca agua: espinillos y algarrobos despeinados con tallos zigzagueantes y enramadas que no se mueven con el viento.
En el poblado Campo del Cielo, el cacique Delfín García espera a Página/12 a la sombra de un palo mataco, al frente de su casa. Tiene 70 años y un castellano muy propio: es su segunda lengua y la dominó recién a sus 20 años. Cuenta que en este pueblo viven 78 familias y se instalaron aquí en 1982 por una crecida del río Pilcomayo que los expulsó de monte adentro. Cada familia tiene chanchos, gallinas y cabras, y hay vacas comunales para la leche. En el patio, a la sombra de otro árbol, está doña Francisca Domínguez, una nonagenaria que domina el arte de la cestería trenzando hojas de carandillo: “Ella ya casi no ve, pero quiere trabajar”, dice don Delfín. Alrededor corretea Salma, tataranieta de la señora: cinco generaciones coinciden en este patio. Al conversar con doña Francisca, su descendencia oficia a veces de traductora. Cuenta Delfín que ella es sobreviviente de la masacre de Rincón Bomba en 1947 ejecutada por Gendarmería Nacional. Pero de eso ella no habla: si le preguntan, solo llora.
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Fortín La Soledad
A 365 kilómetros de Formosa capital, Fortín La Soledad es un pueblito de calles de tierra con un centenar de familias, casas de adobe, madera y ladrillo: es la base donde pasar la noche para navegar el bañado La Estrella. Allí espera a Página/12 Chilo Ruiz, un criollo de lo profundo del bañado de 400.000 hectáreas, hoy despoblado: desde hace 20 años lleva viajeros en bote al impulso de un botador, una caña tacuara que le ha dado espaldas a lo Mike Tyson.
Chilo desata amarras y clava el botador en el fondo como un saltador con pértiga y se impulsa: la piragua se desliza silenciosa con la suavidad de un cisne por aguas inmóviles, poco profundas. Miles de palmeras caranday brotan del agua y se duplican invertidas en el espejo natural: aquí todo se ve por dos con mirada binocular. Se acerca el atardecer sobre el humedal en su esplendor aviario con una estridente superposición de parloteos de 300 especies que bajan a tierra, al agua y las enramadas para dormir: el gorjeo histérico del tero, el grito vigilante del chajá -siempre en pareja-, el silbido chillón del pájaro caracolero, el gruñido de chancho del biguá y el trompeteo nasal de la bandurria boreal con pico corvo.
Vastos sectores del bañado están tapizados por lentejitas de agua, pequeñas plantas flotantes que forman manchones como isletas, una metáfora de la deriva continental: el bote avanza rasgando continentes. También flotan repollitos de agua donde camina con paso de zancudo el gallito de río de fosforescencia marrón. El fondo está tapizado con algas que a veces son violetas. El agua burbujea, efervescente: “La tierra respira”, dice Chilo. Bogas y sábalos pasan como flechas al alcance de la mano en la transparencia.
Con vista de lince, Chilo hace hallazgos a distancia: un yacaré de 2,5 metros asoleándose sobre un tronco varado. Y hacia allí dirige el bote: lo detiene a un metro del anfibio aletargado con sus fauces abiertas. Se ve su respirar en el latido de la papada, su parpadeo de cortina lateral, la dilatada pupila feroz y su piel cuadriculada en relieve. Lanza un resoplido pavoroso, un coletazo al aire y se hunde en una fracción de segundo dejando tres burbujas trémulas.
Anochece en el humedal templado y sin viento. Las aves se van silenciando bajo el novilunio: la negrura contrasta con las estrellas y Chilo alumbra el agua: pares de ojitos rojos de yacaré al acecho brillan alrededor. Y titilan luciérnagas de a miles, a la altura de las palmeras y a ras del agua donde se duplican con las estrellas: un cielo debajo del cielo. Otras aterrizan en la capa de repollitos quedando encendidas, ya sin intermitencia: un suelo estrellado. Es el bañado La Estrella en su máxima potencia.
A Chilo hay que tironearle las palabras para armar su historia. Tiene el acento local, más cercano al andino salteño que al guaraní: es otro canto.
“Nací en Fortín La Soledad pero vivíamos en la isla El Escondido, 10 kilómetros adentro en el bañado. Este es mi mundo y lo conozco como nadie. Antes no se conocía el bote; caminando veníamos nomás a La Soledad; o a caballo, a veces dentro del agua. Antes no bañaba como ahora. Después se fue haciendo más profundo. Yo soy poblador del bañado, criado y malcriado acá. Con mucho sufrimiento. Era duro vivir lejos de todo; a veces comíamos bien y a veces no tanto. Salíamos a hondear palomas, charatas y tatús mulita. Azúcar no comprábamos; íbamos a melear. Hacías humo a la abeja y entrabas con el hacha. Pero algunas bravas te picaban igual. Comíamos miel con queso y teníamos vacas. Era tradición lechar y tomar la leche caliente al pie de la vaca, era el desayuno. Vivíamos de lo que había: chanchos y carpinchos comíamos; y pescado, muchísimo. Lo sacábamos sin carnada, tirábamos un gancho y había tantos, que caía y el dorado lo mordía. El chajá es rico, pero teniendo al pato, no íbamos a cazar un chajá. Puma es lo único que no puedo comer. Y cigüeña tampoco nunca comí, porque no me atacó el hambre en ese momento. Para comer teníamos que salir a mariscar” dice Chilo sin soltar el botador clavado en el fango.
Pablo Córdoba -fotógrafo de naturaleza formoseño, parte del grupo- señala el más allá, al fondo del cielo: “¿Ven esa luminosidad nebulosa de fosforescencia violácea? Es el arco completo de la vía láctea. Lo vemos gracias a la poca contaminación lumínica, acá, aislados de todo”. Entonces pasa un tren satelital -esos que lanza Starlink de ElonMusk- con seis luces en fila cruzando el firmamento con rapidez. Como no hay tierra firme, Pablo clava el trípode en las aguas del pantano y desde el bote se dedica a captar con su cámara la paradoja de la duplicación del infinito, en lo alto y a sus pies a la vez.
Chilo imita el canto del búho nocturno ñacurutú -quitilipi-: desde la oscuridad, uno real le contesta. Y después, un silencio atávico.
Al regreso, alguien pregunta: “Chilo, ¿vos te guiás por las estrellas?”. “No”, dice - siempre chúcaro, de cortas palabras- empujando el botador: “por las palmeras”.
Desde la ruta
El vertedero es el otro sector para explorar el bañado con perspectiva distinta, usando de base al pueblo Las Lomitas. Al recorrerlo por la asfaltada RP 28 con agua a los costados -funciona como dique controlando inundaciones con una compuerta- se entiende la estructura de este ambiente cíclico, creado por desbordes veraniegos del río Pilcomayo (de mayo a septiembre es la mejor época para navegar el bañado y a veces se extiende hasta octubre; el año pasado se pudo todo el ciclo).
El vertedero concentra el rasgo único del bañado: los champales saliendo de las aguas, árboles ahogados y muertos de pie con su tronco invadido por plantas trepadoras que lo engordan a un volumen fantasmal. Son esqueletos de quebrachos colorados, palosantos y algarrobos cubiertos por una manta de hojas que no son suyas, posadas en un tronco que no es propio. Champal significaría fantasma en alguna lengua originaria. Otros árboles no parasitados están pelados y grises en el agua con sus ramas muertas, y hay palmeras que han perdido la cabeza: son un perfecto poste de luz solitario, demostrando que es falso que la línea recta no existe en la naturaleza. En la punta suelen tener un ave vigía.
Carlos Brito espera a Página/12 junto a la ruta para una navegación entre enormes camalotales y árboles muertos. Los biguás vienen a dormir en los esqueletos de madera. La lancha a motor avanza como por un bosque sin hojas de película de Tim Burton. Y de repente, una boa constrictora curiyú -amarilla con manchas negras- enroscada en un tronco. Brito no quiere acercarse porque hace días, un fotógrafo le pidió hacerlo, tanto que la punta del bote quedó debajo de ella y saltó a bordo ante el pavor de los turistas. “Debe haber sentido el calor de la lancha”, explica el guía, quien entonces tomó al ejemplar de dos metros con sus manos y lo devolvió al agua.
El resto de la tarde transcurre desde la ruta, contemplando el panorama del lado opuesto a la navegación: allí las aguas son muy bajas y la pesca está regalada. Miles de aves se hacen un festín, las garzas atravesando a su presa de un certero picotazo y las cigüeñas jabirú atrapándola con su largo pico negro cada tres zancadas. El jabirú de collar rojo y cuerpo blanco es la estrella del bañado, con su metro y medio de alto y el doble de alzada: combaten entre sí en el aire como espadachines, disputándose la pesca de una anguila. Anidan sobre champales con sus blancas crías asomando la cabecita.
En una orilla, dos cuervillos cara pelada --garzas negras-- se chuzan a los saltos por un pez como gallos de riña. Un biguá sale de lo hondo blandiendo un pez plateado y otros cinco se le arrojan en picada como kamikazes a disputarlo. Todas estas aves parecen gregarias como los humanos: se juntan en el suelo como en barrios de la superpoblada planicie anegada: el barrio rosado de las espátulas, el blanco de las garzas, el negro de los biguás, el tricolor de los jabirúes. De repente, un ave rapaz pasa a vuelo rasante y miles remontan vuelo en desbandada, entremezclando los colores barriales en el cielo, como si hubiesen soltado a todas las aves del paraíso. Pero a no confundirse: este remanso de paz a ojos humanos, es la guerra misma. Hoy, en particular, reina una precaria pax aviaria: la pesca es desbordante y las aves van de atracón en atracón. Sin embargo, no se aguantan ver a otra comer: la gula de los pájaros es muy humana.
Julián Varsavsky para Página 12