TERCER MILENIO
Naranjas, viento, canoas y el río Paraguay en la rica historia de una generación de formoseños
Por Justo L. Urbieta
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Sobre la construcción de la costanera -uno de los lugares más atractivos de esta capital- y a propósito de la Fiesta del Río, el Mate y el Tereré que organizó con éxito la Municipalidad hay que recordarle a las nuevas generaciones que ese vínculo con el río Paraguay se relaciona con el hecho histórico de que navegándolo llegó Luis Jorge Fontana trayendo a las familias pioneras que optaron por seguir estando cobijadas por la bandera argentina tras el laudo arbitral del presidente Hayes de EE. UU. que falló a favor del país vecino en el litigio por los predios de Villa Occidental, por entonces capital del Gran Chaco, tras la cruenta guerra de la Triple Alianza.
Quienes superamos los 70 y pico de años, crecimos ligados al río. Algunos por su pasión por la pesca, esa práctica desestresante que integraba a la familia y fortalecía las amistades, más allá de la cosecha de cada incursión, ya sea en canoas o simplemente lanzando la “liña” desde la costa. En la ribera, a lo largo de ella, desde la zona del Bajo Náutico -un villorrio que sobrevivió largos años detrás del legendario Club y en el que habitaron trashumantes, amigas de la noche y ancianos sin hogar- hasta cerca de la isla de Oro, ese rincón natural, bello y perfumado repleto de frutales con sus flores perfumadas que fue derrumbado por las inundaciones.
De ese modo se perdió una de las maravillas de la ciudad, de esos lugares incomparables en belleza pero que sobre todo se convertía en el lugar de descanso por excelencia porque allí se gozaba de una paz casi abacial.
El viejo pontón
Los que no querían caminar tanto se aproximaban a la sede de la por entonces Subprefectura Nacional Marítima, descendían por la explanada y se sentaban en los bordes de las defensas o en las propias escalinatas que en tiempos de crecidas también quedaban bajo las aguas.
Allí estaba el legendario pontón flotante -que sobrevivió al paso del tiempo y el progreso- que en un par de ocasiones, a causa de ventarrones severos, cortó amarradas y tuvo que ser rescatado aguas abajo, con remolcadores y devuelto, con dificultades, a su sitio original. Era la zona donde la familia comenzaba a transitar desde temprano.
Las mujeres y los varones iban de compras. Es que junto al muelle de madera que sobrevive al progreso, cerca del Galpón C de la Administración de Puertos, hoy convertido en el centro cultural Vuelta Fermosa se apeñiscaban los lanchones paraguayos y los de isleños y ribereños formoseños -como los de la isla 9 de Julio- que ofertaban las más variadas frutas de estación.
Cachos de banana, multicolores naranjas y mandarinas, piñas, limones, sandías, melones y mangos, así como batata y mandioca se distribuían en las embarcaciones que contaban con una suerte de toldo que protegía a los lancheros de los rigores del sol y la lluvia y los cobijaba cuando los sorprendía el sueño.
Se ubicaban una al lado de la otra. Y esa cercanía les servía también a los lancheros para compartir la comida, aunque el avío no fuese tan variado: chipa, mbeyú, tortilla, torta frita, leche con batata, butifarra y el infaltable tereré, sin hielo y con agua fresca del río del que pescaban lo que después se convertiría en un incomparable chupín.
Pero estos isleños y ribereños no se llevaban todas las ganancias. Concurrían a los almacenes cercanos, entre los que se contaba el de mi padre, el legendario almacén Pataito, en Brandsen y San Martín. Amaba su oficio de almacenero, disfrutaba de las visitas porque, por ser paraguayo, les hablaba en un guaraní cerrado, se divertía bromeando sobre todo con las mujeres y a medida que les envolvía en papel de astrasa los pedidos de grasa, fideo entrefino y mostachole, sal gruesa y queso cuartirolo y mortadela, les reclamaba los bidones para cargarles el aceite suelto que extraía de los tambores de 200 litros que le abastecía Molinos Río de la Plata. Papa, harina, cebolla, polenta y ajo también formaban parte de las compras esenciales.
En algunos casos al contado y al “menudeo” y en otros a partir de la libreta, esa que establecía una relación de confianza que marcaba un pacto sin firmas ni avales de los clientes con el almacenero.
La tos convulsa
En esa zona de la ribera caminaban también los enfermos, sobre todo los que tenían problemas respiratorios. Era famosa la convicción de que el aire puro ayudaba a las curaciones. No pocos mitaíces eran llevados por sus padres en las primeras horas del día, al amanecer, para reponerse de la temida tos convulsa.
Ya se acostumbraba viajar a Alberdi. Lo hacían aquellos que iban a jugar al fútbol o a bailar ya que eran famosos los encuentros sociales con la presencia de conjuntos asunceños o alguna típica y característica formoseña que tocaba de todo desde el atardecer hasta el alba.
Los barcos
El arribo de los buques de pasajeros -los pequeños como el Ciudad de Concepción que cubrían Asunción-Formosa-Corrientes donde se hacía el trasbordo a los de mayor calado y más modernos o los que ofertaban mayores comodidades como el Ciudad de Corrientes o el Ciudad de Asunción- se convertía en todo un acontecimiento social.
Quienes descendían con sus equipajes eran admirados. Fue una época en la que había beneficios para los trabajadores. Mi madre, docente ella, recibía como premio, al finalizar el año, pasajes para tomarse vacaciones en Buenos Aires con la familia completa. Era un gesto de Perón, el presidente de ese entonces.
Eran 4 días de viaje en los que el río Paraguay primero, el Paraná luego y finalmente el río de la Plata sumergían a los pasajeros en una aventura fantástica. Esa que comenzaba con el desayuno y el almuerzo y la cena con platos de entrada, el de cocina y postre que se disfrutaban contemplando la naturaleza. Y que terminaba con el vaivén que generaban las aguas salinas del río ancho como el mar que, tras el mareo, mostraba el espectáculo mayúsculo de los edificios altos, casi gigantes de la gran ciudad, que , desde ese mismo momento, nos llenaba de interrogantes pero que ya nos hacía extrañar a nuestra amada Formosa.